La divisoria implacable entre dos años se transpone con
una de dos actitudes: con la confianza en sí mismos de los seres fuertes o con
el desaliento de los seres débiles.
De los primeros es el ánimo de vencer, de los segundos,
el temor.
Lo mismo que el hombre, los pueblos manifiestan en esas horas uno de
ambos sentimientos. Lo que el hombre siente es el resultado de sí mismo. Lo que
el pueblo experimenta es la expresión del momento que vive.
Hay pueblos jóvenes
y pueblos viejos; naciones en horas de creación y países en fase de simple
administración. Para los primeros, el plazo que se inicia tiene un significado
vigoroso de emocionante plenitud.
A fines del siglo pasado, algunos pensadores se tomaron
el trabajo de definir la presencia humana sobre la tierra. Dijeron que el
hombre no tenía solución ni remedio porque el mal alentaba en sí mismo, en su
propia condición humana. Se formaron generaciones de amargados, de escépticos,
de enemigos del hombre, de la familia, de la sociedad; pero esa monstruosa
concepción de la vida y de los hombres se refugió en las imprentas nihilistas y
en las reuniones pseudointelectuales.
Eran los decadentes de la civilización.
Ni el obrero en su
taller, ni el campesino arañando la tierra bajo los rigores del sol o del frío,
sintieron ni comprendieron nunca el desaliento que querían infiltrarle.
Para
vivir felices les bastaba el trabajo, la alegría de vivir y de luchar por el
hogar de sus hijos en la esperanza de elevarse por su propio esfuerzo.
Esos
hombres felices se encuentran lejos de los despachos donde los teóricos
desgranan su pensamiento.
Son la humanidad, son el hombre.
Así son los
argentinos de hoy. Nuestro Pueblo no está en el bando de los pesimistas. Él
sabrá cambiar el curso de la historia cuando esté en juego su bienestar y el
porvenir de la Patria.
Sus anhelos no suponen daño alguno para los demás.
Que se
les proporcione trabajo adecuado a sus aptitudes y energías; que éste le permita una existencia decorosa;
que no le sean negadas las cosas indispensables para vivir con dignidad.
Nada impide que seamos cada año mejores; que cada año sea
proporcionada al hombre una dosis mayor de bienestar, una mejor paz para su
espíritu y una lógica satisfacción de sus necesidades.
Su causa es nuestra
causa.
Merece que todos nuestros esfuerzos sean empleados en desterrar el
egoísmo y el error en bien de la verdad y la justicia.
Pedir felicidad al año nuevo es tal vez demasiado; pero contar con el hombre, con las naciones y
pedirnos y pedirles acción, trabajo y confianza, eso entra en nuestras
posibilidades.
La fe es la condición fundamental de nuestra súplica al
futuro.
Fe en los destinos de la Patria, fe en el trabajo y en la honestidad
del hombre; fe en que los reacios a comprender, comprenderán; en que los
egoístas cederán en bien de todos.
En el ámbito inmenso del país no debe haber hoy quien no
se sienta feliz o no se crea capaz de serlo.
Hemos enaltecido el hombre de la
Patria; hemos abierto sus anchas puertas a la humanidad enceguecida por el odio
y quebrantada por el hambre y hemos cerrado nuestros oídos y nuestros corazones
a la infamia; hemos cumplido la consigna de asegurar una Patria Económicamente
libre, Socialmente Justa y Políticamente Soberana.
Hemos hecho todo eso y mucho
más nos queda por hacer.
Nada pensé ni nada hice que no estuviera pensado,
propuesto y hecho en los generosos recodos del alma de Mi Pueblo.
Sólo obedezco
sus dictados. No tengo otra ley.
Recogí sus resonancias en centenares de
ocasiones; fue generoso conmigo y fue leal.
Es el Pueblo de Mayo reunido bajo
la lluvia en busca de su libertad; es el Pueblo de Tucumán recibiendo de sus próceres el juramento de la Independencia Política; es el Pueblo de nuestra lucha por la emancipación económica por la
soberanía y por la justicia social.
Quiera Mi Pueblo estrechar la mano que le tiendo, la mano
de un leal amigo de todas las horas.
Le devuelvo el inmenso calor de la suya, que me confortó en
horas difíciles y me hizo sentir la identificación de nuestras vidas.
[Juan Domingo Perón, 31 de diciembre de 1948]